Algo más de siete centurias después de la coronación de Carlomagno, Aquisgrán fue el escenario elegido por el todavía Carlos I de España, monarca del conglomerado de reinos hispánicos y del conjunto de posesiones que se habían anexionado ‒desde Nápoles hasta Cuba (1)‒ para recibir la corona de Rey de Romanos. Este título, instituido por los emperadores germánicos en el contexto de las disputas con el papado desde la Alta Edad Media, tenía por objetivo legitimar al heredero del emperador reinante, al cual sustituiría cuando recibiera el título imperial de manos del pontífice.
La ratificación papal no era cuestión baladí, pues no se reducía a una simple prebenda honorífica: al no ser coronado por el pontífice, el titular del Imperio ni siquiera podía proponer un sucesor para cuando, a su muerte, dicha dignidad quedase vacante. Esto debilitaba, más si cabe, la posición del emperador que proclamase aquella junta de electores: como príncipes de la Iglesia germana, los arzobispos de Colonia, Tréveris y Maguncia; por los magnates laicos, el rey de Bohemia, el conde palatino, el duque de Sajonia y el margrave de Brandemburgo.
Así, cuando Maximiliano I de Habsburgo fallece recién entrado el año de 1519, su nieto y sucesor Carlos de Austria [poseedor también de los Estados de Borgoña (2)] se veía abocado a una carrera por el título imperial frente a Francisco I de Francia, monarca que había iniciado su reinado en 1515 logrando una victoria sobre los suizos en Marignano que le había permitido anexionarse el Milanesado.
Caso de fracasar Carlos de Austria, acabaría la serie imperial que los Habsburgo venían controlando ininterrumpidamente desde 1438; en caso contrario, el reino de Francia, que había escapado en 1453 de un conflicto intermitente de más de cien años frente al reino inglés, se encontraría rodeado de la noche a la mañana por las posesiones de los Habsburgo. Con Flandes al noroeste, estando las Españas y las posesiones italianas de Aragón en el sur bajo control habsbúrgico, la coronación de Carlos como emperador romano-germánico supondría un cerco cuasi total para la corona francesa, fruto de la alianza que los Reyes Católicos habían sellado por vía matrimonial con Maximiliano I ‒alianza que se veía reforzada por la buena relación diplomática que mantenían con Inglaterra, cuyo rey, un entonces joven Enrique VIII, estaba casado con Catalina, tía del emperador–.
El resultado de dicha carrera por la dignidad imperial es de sobra conocido, pero desde un punto de vista historiográfico no debemos dejarnos llevar por el presentismo: nada estaba decidido en favor de Carlos de Austria por sus vínculos dinásticos con el difunto Maximiliano; es más, la aureola de victoria que envolvía al rey francés, paradigma de monarca renacentista, podía fácilmente deslumbrar a los príncipes electores. Por tanto, ambos gobernantes deben desplegar una larga serie de resortes de poder en su favor: desde las negociaciones (e intrigas) diplomáticas hasta la fría, pero efectiva, presión económica.
Se vuelcan ‒a manos llenas‒ las arcas de Francia, pero Carlos de Austria cuenta con dos armas secretas: los Welser y los Fugger(3). Así, la todopoderosa banca alemana pone el oro que inclina la balanza de la elección imperial a favor de Carlos, que el 6 de julio de 1520 recibe la noticia en Barcelona: ya puede intitularse Rey de Romanos, emperador electo.
¿Tan pronto? No, todavía no. Antes debe recibir las insignias imperiales, pero Carlos I ‒el que va a convertirse en Carlos V‒ debe solventar previamente los asuntos de gobierno que le retienen en tierras castellanas: las Cortes. Por ello las traslada, por primera vez, a territorio gallego, desde donde puede seguir el desarrollo de las sesiones al tiempo que supervisa la preparación de la armada en la que el día 20 de mayo zarpará rumbo al mar del Norte desde La Coruña. Atrás queda el descontento de los castellanos, que desembocará en el estallido de las Comunidades, y las aguas revueltas del reino de Valencia, donde las autoridades regias tendrán que combatir el movimiento agermanado.
Pero Carlos no puede posponer más la asunción de la corona imperial, pues ya la alta política internacional cubre demasiado espacio en la agenda carolina. Apenas seis días después, Carlos desembarca en Dover, donde es recibido por Enrique VIII (con el que sus diplomáticos habían firmado un preacuerdo en las semanas anteriores), tras lo cual mantienen conversaciones diplomáticas en Canterbury. El emperador electo abandona a los pocos días la tierra inglesa, al igual que el monarca Tudor, que se entrevista con Francisco I en unas jornadas repletas de ritual cortesano y suntuosidad, en un emplazamiento de sonoro nombre: Campo del Paño de Oro (4). No obstante, la breve estancia de Carlos en Inglaterra demuestra ser productiva, pues cuando finaliza la cumbre anglo-francesa Enrique mantiene la amistad pactada con el monarca de Gante, que se convertirá en una sólida alianza gracias al encuentro celebrado entre
La coronación imperial de Carlos V
Así pues, pudiendo contar con una efímera estabilidad internacional, Carlos de Austria prepara su coronación. Para poder atender la ceremonia con el boato correspondiente a su nueva dignidad, reúne a los Estados Generales con el objetivo de recaudar fondos. En el ínterin, celebra el comentado encuentro con Enrique VIII; finalmente, tras clausurar la reunión de los Estados a finales de septiembre, parte de Bruselas y entra en tierras del Imperio, camino a Aquisgrán (6). Pero entra en escena una actriz de oscuro nombre para la historia europea, una enfermedad que afecta a la región de Aix-la-Chapelle: la peste.
La reacción debe ser rápida y el consejo más prudente es alejarse velozmente de la zona afectada, con lo que la ceremonia debería realizarse en otra ciudad del Imperio. ¿Acaso ninguna ciudad ‒Maguncia, Colonia, Tréveris, Francfort, Augsburgo, Espira, Worms, etc.‒ puede competir en dignidad con Aquisgrán? Sin duda, pero Carlos se muestra firme en su determinación de coronarse en la capital de Carlomagno.
Así las cosas, el de Gante espera a que el brote de peste esté controlado; entonces, en la tarde del 22 de octubre, hace su entrada en Aquisgrán, para lo que abandona su caballo y monta en el corcel que le ofrece la ciudad. Tras el desfile, escoltado por una guardia de tres mil infantes y en compañía de los príncipes laicos y eclesiásticos (a los que se unen los Grandes de España), el séquito imperial escucha un solemne Te Deum laudamus en la sede catedralicia y Carlos de Austria confirma los privilegios de los electores.
A la mañana siguiente, día 23 de octubre, el séquito se dirige hacia la catedral, en la que Carlos de Austria penetra escoltado por los arzobispos de Maguncia y Tréveris, hasta llegar a los pies del altar mayor del templo, donde el de Colonia va a oficiar la misa pontifical. Terminado el acto litúrgico, el arzobispo dirige al monarca las preguntas que se le formulan a todo aquel que, como en las novelas, quería alcanzar la nobleza de la caballería: ¿Defenderá la Iglesia, la Justicia y a los desamparados ‒viudas, huérfanos, etc.? (7)
Tras responder el monarca afirmativamente («Volo»), la asistencia congregada da su aprobación al nuevo dueño del Imperio ‒en tres ocasiones, ante la pregunta del arzobispo, se corea: Fiat!‒ y Carlos es consagrado emperador mediante los santos óleos, antes de pasar a sostener los símbolos del poder que la divinidad le concede: el cetro, el mundo, el anillo y la espada (8). «Ungo te regem oleo sanctificato» proclama el prelado; mientras se proclama a Carlos como emperador, suena la antífona «Unxerunt Salmonem…». La coronación termina con un «Vivat, vivat Rex in aeternum» (9).
Carlos V ya es emperador, ¡el César!, como diría su biógrafo, el tantas veces citado profesor Fernández Álvarez. Falta la ratificación papal, pero nadie puede cuestionar la dignidad imperial del jefe de la Casa de Habsburgo. Cuando se produzca la ceremonia de Bolonia (22-24 de febrero de 1530), se convertirá en el último emperador en ser coronado por los príncipes electores y por el papa, convirtiéndose esta doble coronación en un acontecimiento político único para la modernidad.
En síntesis, podemos decir que así finaliza la Edad Media: en una ceremonia que mezcla el ritual caballeresco plenamente medieval, la devotio moderna y la conformación de una de las formaciones imperiales más importantes del siglo XVI. Acaba con un emperador heredero de la corte borgoñona bajomedieval (la del “otoño de la Edad Media”, en palabras de J. Huizinga), que nace con el siglo y sin embargo se convierte en un personaje a caballo entre dos tiempos. Carlos es paradigma de nada, siempre cuestionado su poder, pero también único hasta día de hoy, como la solitaria figura coronada en el altar de la catedral de Aquisgrán ese 23 de octubre.
Notas
(1). Recordemos que, a fecha de 1520, las incursiones en la “Tierra Firme” del continente americano eran esporádicas y no sobrepasaban la línea costera. Cortés será de los primeros en salvar este paso, pero, inmerso en la conquista del imperio mexica, no estaba todavía en condiciones de situar la futura Nueva España como territorio integrado en la Monarquía.
(2). Los llamados “Estados de Borgoña” comprendían el territorio del condado de Borgoña (parte del ducado de Borgoña no anexionada por Luis XI de Francia tras vencer al duque Carlos el Temerario en la batalla de Nancy de 1477) y las provincias flamencas: Flandes, Artois, Hainaut y Luxemburgo, entre otras.
(3). ¿Por qué aportan las dos familias de banqueros-mercaderes alemanes los cientos de miles de florines que Carlos necesita? Afirma Manuel Fernández Álvarez en su ensayo Carlos V. Un hombre para Europa, Barcelona, Austral, 2010 (1975) que «en ellos alienta el nacionalismo germano»; por nuestra parte, sin querer enmendar la plana al reputado biógrafo del César (gran experto, por lo demás, en el Quinientos hispano), vemos más factible la influencia de la propaganda vertida contra el francés, al que se retrata como enemigo de las tradicionales libertades alemanas (cuanto menos, de las de sus príncipes). En todo caso, los factores son múltiples, pues la llegada de una de las primeras grandes remesas de oro americano, parte del “tesoro de Moctezuma”, remitida por Cortés, pudo tener su influencia. Sin embargo, no es la cuestión que aquí nos atañe.
(4). Manuel Fernández Álvarez, Carlos V: el César y el Hombre, Madrid, Espasa Fórum, 1999, pág. 127. 5 Louis-Prosper Gachard, Carlos V, Pamplona, Urgoiti Editores, 2015 (1872), pág. 14.
(6). L-P Gachard, op. cit., pág. 16.
(5). Gravelinas y Calais pocos días después, en julio de ese mismo año.
(7). M. Fernández Álvarez, Carlos V. Un hombre para Europa, op. cit., pág. 61.
(8). En la simbología imperial, el cetro es el signo del poder, pero el orbe traslada la idea de universalidad del poder imperial por encima de los demás príncipes temporales; asimismo, Carlos V recibe el anillo imperial y la corona (de emperador electo, a falta de la de hierro de los lombardos y de la imperial, recibida de manos del papa). Por último, y más que evidente, la espada: el emperador romano-germánico es el responsable de proteger la Iglesia y a los súbditos de su Imperio, como ha jurado solemnemente en la ceremonia laico- religiosa.
(9). M. Fernández Álvarez, Carlos V: el César y el Hombre, op. cit., págs. 128-132.
Bibliografía básica
- Johan HUIZINGA: El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza Ensayo, 2016 [1978, primera ed. en Alianza; 1927, ed. original]. (De especial interés el Capítulo IV, donde se describe el ideal caballeresco bajomedieval que impregna a Carlos el Temerario, que es tomado como modelo a imitar por Carlos V).
- John LYNCH: España bajo los Austrias (I), Barcelona, Ediciones Península, 1975 [1965].
- John LYNCH: Monarquía e Imperio: el reinado de Carlos V, Madrid, El País, Col. Historia de España, 2007.
Bibliografía específica
- Manuel FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Carlos V: el César y el Hombre, Madrid, Espasa Fórum, 1999. (Se trata de uno de los estudios más exhaustivos sobre la figura y reinado del emperador, básico para entender esta temática de estudio).
- Manuel FERNÁNDEZ ÁLVAREZ: Carlos V. Un hombre para Europa, Barcelona, Austral, 2010 [1975]. (Encontramos en este un ensayo una apretada sÍntesis biogrÁfica que, pese al tiempo transcurrido desde la publicación, sigue siendo de gran utilidad).
- Louis-Prosper GACHARD: Carlos V, Pamplona, Urgoiti Editores, 2015 [1872]. Con estudio preliminar por Gustaaf Janssens. (Este texto, publicado originalmente como una voz en un diccionario biográfico belga, pese a su extensión, tiene especial interés por tratarse del primer texto de la historiografía moderna dedicado al César Carlos, así como por la profundidad y el rigor que el autor desplegó en él).
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